Mis cuadros favoritos de El Prado. Duelo a Garrotazos de Goya y Cristo Crucificado de Velázquez.
«La fantasía, aislada de la razón, sólo produce monstruos imposibles. Unida a ella, en cambio, es la madre del arte y fuente de sus deseos”. Francisco de Goya
.“Prefiero ser el pintor número uno de las cosas comunes, que el segundo del arte más elevado”. Diego Velázquez.
Mis dos últimos cuadros de El Prado. También acaba el confinamiento. Todos estamos en fase 1 o fase 2 (dentro de algunos años, si alguien lee esto, cosa que dudo, no entenderá esto de las fases). El verano ya está aquí y, presumiblemente, la vuelta al trabajo. Yo volveré a mis post sobre temas relacionados con el vino y el trabajo en un restaurante en relación a su servicio, si la vagancia y el atractivo de otras aventuras no puede conmigo.
Duelo a garrotazos. Francisco de Goya, 1820-1823.
Soy de los que cree que la enfermedad que casi mata a Francisco de Goya cuando tenía 46 años, marca un hito en la historia del arte universal. Las obras anteriores a esa fecha, probablemente pertenecientes a un pintor enorme éxito, demuestran talento, pero no genio. Personalmente, paso rápido por esas salas y siento que están para rellenar el museo. Sigo buscando y encuentro la sala de las Pinturas Negras, y veo al coloso capaz de cambiar el curso del arte con unas pocas pinceladas.
En el año 1792, una extraña dolencia ataca al artista y le deja postrado y débil, casi al borde de la muerte. Los síntomas de la enfermedad; temblores, pérdida del equilibrio y de la visión, jaquecas, y una secuela terrible, que le dejará una discapacidad permanente, y le encarcelará para siempre en la oscura gruta de la soledad, una sordera total. Se ha especulado tanto sobre la enfermedad y cuales podían ser las causas que nunca llegaremos a un acuerdo. A la presunción de brotes psicóticos, incluida la esquizofrenia, o sífilis, a posibles envenenamientos causados por la inhalación de plomo de las pinturas (que causa una enfermedad de nombre poético, la encefalopatía saturnina) o alguna fiebre de tipo desconocido. El hecho es que con toda probabilidad el hombre se viera a las puertas de la muerte, y debemos sumar a las secuelas físicas, el impacto terrible de la sordera y de una depresión severa. Yo me sumo a la opinión de José Antonio Vallejo Nájera, de que la enfermedad no aportó genio creativo a Goya, las enfermedades mentales no aumentan la capacidad de un ser humano, la dejan igual o la empeoran. Pero la experiencia vital de estar delante de la muerte y las consecuencias de no poder hablar con nadie, posiblemente sí trajeran al artista la libertad necesaria para dejarse arrastrar por ensoñaciones antes irrealizables. Básicamente, Goya pintaba encargos, y era cicatero y algo tacaño. Fue el darse cuenta de que era perecedero, de lo que le quedaba por hacer, la razón que le empujo a la devoradora pasión de pintar sin pausa. Sin el saberlo, le quedaban cuarenta años de vida. No necesitaba tanto para convertirse en uno de los mejores artistas de todos los tiempos.
Las pinturas negras fueron pintadas en la técnica de pared seca, directamente en los muros de la casa donde vivía Goya, conocida como la Quinta del Sordo (para regocijo de todos, añadir que ya se llamaba la Quinta del Sordo antes de qu la comprara el sordo más famoso de nuestra historia). Posteriormente fueron pasadas a lienzo y son las pinturas que podemos ver en El Prado.
Todas las pinturas causan una honda emoción, porque apelan directamente a una parte de nosotros que no queremos ver y creemos domesticada. En Duelo a garrotazos (el título no se lo puso el artista, así que no podemos fiarnos de que nos ayude a descifrar su contenido), vemos un paisaje desolado, sin vegetación, casi lunar y sin vida. En el lateral izquierdo, vemos dos hombres enterrados hasta las rodillas, vestidos míseramente, en lo que parece una pelea a muerte. La figura de la derecha se tapa la cara, protegiéndose, mientras prepara el golpe definitivo. Al personaje de la izquierda podemos verle la cara, tumefacta y llena de sangre, algo desmadejado, como si empezara a perder la coordinación. Parecen dos condenados en el infierno, obligados a luchar eternamente. O también dos humanos que en el momento de matar y ser matado (a cada uno le tocará un papel) no recuerdan la razón exacta de porqué se matan, y solo sienten miedo. Puede que estén enterrados hasta las rodillas para que no puedan escapar, y su único destino sea golpear y ser golpeado hasta que uno doble la rodilla, pida clemencia, reconozca sin orgullo que ha perdido y acepte una derrota peor que la muerte misma.
A mi me recuerda una realidad común, que se repite sin cambio desde el principio de la sociedad, y que el genio de Goya logra retratar como esencia misma de la convivencia humana. Los pobres se pelean por las migajas, luchan a muerte durante generaciones por algo que tiene mucho menos valor que la vida pero, como no tienen nada, están dispuestos a arriesgarla. Sería terrible que fuera una pelea pagada, donde el público disfrutara viendo como dos seres humanos se pegan hasta no poder más, dos pobres desgraciados sin opciones para elegir. Pero eso ha sido así siempre, ¿no creen?
Cristo Crucificado, de Diego Rodríguez de Silva Velazquez, 1632.
He dejado para el final al gran titán de la pintura mundial, al más completo, al más perfecto. Desde el preciso momento de acabar sus obras ya eran clásicas, reverenciadas por sus contemporáneos. Todos los pintores posteriores reconocen su magisterio, la libertad creativa de su genio, la precisión inhumana de su pincelada. Su influencia es tan grande en todos los grandes genios que es imposible de cuantificar. Si cogemos a dos de los más grandes artistas del siglo XX (y de todos los tiempo) podremos valorar su influencia. Picasso vio por primera vez El Prado con 13 años. En sus propias palabras –«Tuve la oportunidad de enfrentarme, por primera vez, a mis ídolos. Me esperaban en el Museo del Prado. Desde entonces me quedó fijado en las retinas, de una manera obsesionante, el cuadro de Velázquez Las meninas”. Realizó su propia visión del cuadro años después, en un estudio de la obra realizado en 58 cuadros. El conjunto se encuentra entero en el Museo Picasso de Barcelona. Francis Bacon, el gran pintor irlandés, decía, sobre el retrato de Inocencio X –«Es uno de los mejores retratos que se han hecho y me obsesiona. Compro libro tras libro con esa ilustración del Papa de Velázquez, porque sencillamente me acosa y porque despierta en mí toda clase de sentimientos y también, podría decir, de áreas de la imaginación». A lo largo de su vida Bacon pinto muchas versiones del cuadro de Velazquez. Una anécdota curiosa es que nunca lo vio en persona, le daba miedo. Yo he tenido la suerte de verlo y es perturbador.
En fin, este es el momento ideal para confesar que Velázquez me abruma, demasiada información en los cuadros. No puedo disfrutarlos, me siento incómodo. Probablemente sea el más grande, pero a mi me puede. Me gustan mucho sus retratos, en especial los enanos, pero las obras grandes son demasiado para mí.
¿Por qué he dejado para el final un cuadro de Velázquez si no es uno de mis favoritos? Por que el Cristo Crucificado sí lo es.
Sobre un fondo negro, vemos el cuerpo de un hombre muerto en el instrumento de tortura que ha servido para su ejecución. La crucifixión es una muerta lenta, provocada por asfixia. El torturado respira mientras le quedan fuerzas en los brazos y en las piernas para auparse y seguir respirando. Los verdugos solían precipitar la muerte de la víctima rompiéndoles las piernas. Obviamente, no era normal clavar el cuerpo a la cruz (eso probablemente venga del increíblemente horrible y original imaginario cristiano), y mucho menos rematar con una lanzada en un costado. Una muerte atroz.
Sin embargo, el cuerpo que vemos es precioso, iluminado por una luz interior que aumenta la belleza no terrenal del fallecido. Vemos algo de sangre en las manos y en los pies lacerados por gruesos clavos, y en una herida en el costado derecho, pero el gesto parece relajado. No es el cuerpo destrozado tras días de tortura inhumana, sino el retrato de proporciones perfectas de un cuerpo dormido, tranquilo, descansado. Estamos delante de un hombre ejecutado y sin embargo sentimos paz. Es un momento épico, en el que el arte hace bello el horror. Velázquez consigue sosiego con transiciones de luz y sombra suaves, evitando el drama y la teatralidad de Caravaggio, de violentos contrastes. Caravaggio pinta un momento y lo hace eterno, transciende el tiempo puesto que él lo ha pintado y ya es eterno. Velázquez consigue algo más difícil, capturar un momento de eternidad, el de la belleza suspendida de un cuerpo sin vida, y traerla al mundo de los humanos.
TERROARISTA