Los lenguajes de vino. Describiendo lo indescriptible (y alguna cosa más).

«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo«, Ludwig Wittgenstein, uno de los más grandes filósofos del siglo XX. (Imagínense como es de estrecho mi mundo cuando hablo de las sensaciones).

He juntado en un post los cuatro artículos escritos para Diario de Cold Town. Espero que los encuentren interesantes.

El lenguaje del vino.

El mayor problema que nos encontramos al tratar de transmitir nuestras experiencias con el vino es el lenguaje.  Nos acusan de utilizar términos crípticos, difíciles de entender y lejanos del público. Probablemente todos aquellos que nos acusan tenga parte de razón. Muchas veces escondemos nuestro desconocimiento detrás de palabras obscuras que no tienen mucho sentido, o nos remitimos a datos complejos de lejanas parcelas en un río remoto en Alemania o en prolijas explicaciones técnicas de elaboración. Por lo general, esta información no aporta ningún dato relevante sobre el vino al bebedor ocasional o a aquellos que lo disfrutan con su comida diaria. En este caso, la mejor estrategia es elegir algo fácil y rico, ofrecerlo a la concurrencia, y dejar que cada uno lo disfrute a su manera.

Existen otro tipo de consumidores, probablemente ustedes, los que están leyendo estas líneas, que quieren ampliar su conocimiento, saber más. En este caso la estrategia correcta es ampliar la información. A partir de este momento empiezan las dificultades, porque el lenguaje se vuelve complejo: o bien es técnico, y habla de fermentaciones, PHs o levaduras o bien es poético, y habla de flores, recuerdos aromáticos o, aún peor, de pureza, de verdad, de tradición. Las dos por separado suelen ser aburridas e incompletas. Permítanme un ejemplo con algo que nos seduce y gusta a todos los humanos, el arte.

Miren la foto que tenemos al lado. Es una pintura magnífica. Para contemplarla hay que ir a Londres y visitar la National Galery. Es muy probable que para muchos de ustedes sea un destino conocido. Saben la rutina; entramos en el museo y vemos las obras. La mayoría de nosotros no tenemos una formación de arte, pero disfrutamos enormemente mirando los cuadros. Algunas veces hay una visita guiada, y dependerá de la forma de comunicar del guía que la obra nos guste más o menos. A veces la explicación ayuda, otras es superflua.

El cuadro representa el momento en el que Baco, poderoso dios del vino, conoce a la mortal Ariadna, y se enamora de ella. La acción transcurre en Naxos, una pequeña isla griega. Ariadna está sola, mirando desconsolada como se aleja un barco. Dentro del barco se encuentra uno de los más grandes héroes griegos, Teseo. Seguro que la historia les suena. Creta ha derrotado a Atenas y, como tributo, la ciudad perdedora debe enviar todos los años 14 jóvenes, 7 hombres y 7 mujeres, para alimentar al Minotauro. La bestia, mitad hombre mitad toro, vive en un gigantesco laberinto del que ningún humano ha salido vivo. Al desembarcar, el bravo (y, según toda la bibliografía existente, guapo) Teseo, cruza una mirada con la joven hija del rey, Ariadna. La chica cae en amor al momento. Por la noche Teseo entra en el laberinto, entabla una desigual batalla, lucha, y acaba matando al temido Minotauro. Sale del dédalo de pasillos infinitos siguiendo un humilde hilo que ha ido desenrollando. El hilo se lo había dado Ariadna. Teseo libera al resto de atenienses y huye, llevándose con él a la ardiente princesa.

Todo muy bonito, hasta que la pobre chica se duerme y es abandonada por el “héroe” (¡valiente traidor!) en la playa. La princesa desolada mira el bajel alejándose, cuando oye un clamor de música y voces, y vuelve sus ojos tristes hacia la alegre y ruidosa turba. El personaje principal es un joven algo pasado de peso y poco ágil, que salta torpemente de un carro tirado por leopardos, maravillado por la presencia de la joven y de sus ojos llenos de amor. Es Baco, el terrible dios del vino, con toda su pandilla. Sátiros, ménades, bebedores y juerguistas sin control siguen al dios en sus conquistas y en sus excesos. El momento atrapado en el cuadro es el instante en que Ariadna y Baco se conocen y enamoran y cambian su vida para siempre.

La composición del cuadro está cuidadosamente estudiada. En la parte izquierda se amontonan los personajes, creando una sensación de caos, movimiento y descontrol. La parte derecha está ocupada por la pareja que acaba de encontrase, es mucho más limpia y tranquila, llena de pasión contenida, reflejada en la mirada cómplice de la pareja de leopardos, simétrica a la mirada de los enamorados. De hecho, la mano de Baco está justo en la mitad del cuadro, marcando la frontera entre su desaforado pasado y su tranquilo futuro.

Las obras de arte se disfrutan poniéndose delante e interaccionando con ellas, pero es probable que si conocemos el momento histórico en el que ha sido concebido, los símbolos utilizados por el artista y el tema del cuadro, seamos capaces de incrementar el placer.

Ya les he enseñado cual es mi dios favorito, el bueno de Baco (antes de conocer a Ariadna era aterrador) también uno de los más querido y representado por los artistas de todos los tiempos. Y me da la escusa perfecta para, en los próximos artículos, intentar desentrañar los misterios del “lenguaje del vino”.

Los lenguajes del vino.

Mis amigos Paco Berciano y Albert Amor escribieron un artículo muy interesante titulado “El Léxico del Vino”, publicado en Archiletras.

En él establecieron cuatro tipos diferentes de lenguajes, según el momento del ciclo productivo en el que se encontraba el vino. El vino necesita una materia prima esencial, las uvas, convertidas en un producto industrial en las bodegas. Una vez terminado, el vino hay que venderlo, y entran en juego los responsables de marketing y su curiosa imaginación. Al final de la cadena estamos nosotros, los encargados de seleccionar, ofrecer y describir el vino y ponerlo a disposición del público. Por lo tanto, cada grupo relacionado con la producción y venta de vino usa un tipo de lenguaje dependiendo de donde se ubique en el largo proceso desde el origen a la mesa. Analicémoslo un poco más de cerca.

El lenguaje del campo. Es un lenguaje sencillo y bonito, acarreado por la tradición. Raíz, tronco, hoja, flor. Las hojas cambian de color y caen al suelo. El campo amarillea. Al acercarse la primavera, con el aumento de la temperatura, el metabolismo de la viña se activa; la savia se mueve, llega a los cortes de la poda, forma una gota y cae al suelo. Es el lloro de la viña. Luego florece, salen los pámpanos (ramas verdes) que acaban en zarcillos (parte terminal de la rama, puede enredarse y sirve para trepar). La palabra poda viene del latín putare (seleccionar o pensar, puesto que hay que saber que ramas quitar). El pámpano se agosta (se seca, casi siempre en agosto) y se transforma en sarmiento (madera). El laboreo del campo también tiene palabras tradicionales: vendimia, arar, aclareo (quitar hojas para dar más sol y alimento a los racimos), desnietar (quitar ramas secundarias). Describe un entorno donde se vive y trabaja, con poesía y admiración.

Acodo. Una rama de la cepa se entierra y da otra cepa.

El lenguaje de la bodega. El vino, al igual que todos los fermentados, ocurría de una forma misteriosa y casi mágica. Hasta que Louis Pasteur no definió la dinámica de la fermentación a finales del siglo XIX, nadie sabía que ocurría en realidad. La gran revolución enológica llegó a Europa de América en los años 70 del siglo XX. La enología es una ciencia, y emplea un lenguaje científico. Describe con exactitud una herramienta, una acción o un proceso. Depósito de Inox, fermentación alcohólica y fermentación malolactica, tostado medio-plus de las barricas, PH, levaduras del tipo Scchacaromyces cerevisae, rutas metabólicas, extracción de polifenoles, etc. Sin una formación académica, es difícil entender en profundidad la complejidad de su significado.

El lenguaje comercial. Tenemos un producto, es el momento de venderlo. La creatividad de los responsables de marca (y su capacidad para copiar con cierta imaginación) hará que los compradores elijan una marca en vez de otra. Las estrategias seguidas pretenden transmitir un mensaje de calidad y/o destacar de una forma ingeniosa sobre el resto. Para dar seguridad y dar lustre, que mejor que asociar el nombre a un título aristocrático (Marques de Risca, Vizconde de Ayala, Príncipe de Viana, Amontillado del Duque, etc) o tener un nombre en latín (Millenium, Tilenus, Numantia, etc.). Otra forma de transmitir confianza es poner el nombre del elaborador en la etiqueta al estilo de Borgoña transmitiendo la idea de “si firma su producto es que confía en él”. También muy francés es añadir el nombre del lugar de donde vienen las uvas. Cuanto más pequeño sea ese lugar, más valor añadido (parece que) suma al producto. Palabras como dominio, vino de parcela, pago, paraje, vino de pueblo, aportan una sensación de auténtico y tradicional. Las modas cambian, los compradores tenemos menos paciencia y tiempo (y espacio en el cerebro) para recordar. Las marcas deben ser impactantes, fáciles de reconocer, que no se olviden; El Perro Verde, Gallinas y Focas, 4 Monos, El Barco del Corneta, Envidia Cochina, llegando a cimas de invención como Maquinón, un vino del Priorato, o Machoman de Jumilla,  elaborado por un grupo de talentosos jóvenes autoproclamados “ The Wine Gurus”. Como ven, es un lenguaje inventado.

El lenguaje que intenta describir lo indescriptible. Imagínense que vienen de un viaje a un exótico país donde han probado una fruta de sabor rarísimo cuyo nombre, traducido sin mucha fortuna, es “fresco aliento de serpiente”. Ahora, intente describir a alguien el sabor que tiene en su mente. Es imposible. Por lo tanto recurrirá a metáforas y comparaciones. Por ejemplo; deja sensación de frescor, como cuando comes un caramelo de menta pero sin sabor a menta; es algo dulce pero no mucho, como una mermelada para diabéticos;  tiene una sensación burbujeante, como picante en la lengua, pero no pica, etc. Si la metáfora es buena, puede que podamos compartir alguna de las sensaciones, pero es complicado. El lenguaje de la cata de vino también nos sirve (a veces) para sacar conclusiones. Alguna de las más importantes serían si el vino esta en correcto estado (no tiene defectos) y si tiene potencial para ser guardado y mejorar en los próximos años.

Si me acompañan, en el próximo artículo explicaré el lenguaje de lo indescriptible. Gracias Paco y Albert por vuestro excelente artículo (espero no haberlo destrozado).

Un paseo por el bosque sazonado con especias.

Antes de intentar describir los aromas del vino, quizá deberíamos plantearnos si existen y, en caso de existir, saber de dónde vienen (no vaya a ser que sea una invención de esos que se hacen llamar sumilleres). Alguna vez habrá tenido que beber mosto (en la mayoría de los casos por prescripción facultativa) y habrá encontrado que es un zumo de frutas muy dulce, que casi en exclusiva huele y sabe a caramelo. Es normal, el zumo de uva es el zumo natural más dulce que existe, un buen alimento para los microorganismos. Pero, ¿dónde se encuentran los aromas?

Ciertos aromas están en el zumo de uva, pero es imposible percibirlos. Por lo general están ocultos, camuflados en otra molécula, y solo podemos percibirlos cuando las levaduras los liberan durante la fermentación. Son los precursores aromáticos, y por lo general lo comparten las uvas de la misma variedad. La tempranillo huele a arándano y a regaliz porque tiene moléculas aromáticas parecidas a estos productos. Los descriptores aromáticos de una variedad serían estos aromas que comparten las uvas de la misma variedad. Pero claro, no es tan fácil. Varios factores intervienen en la formación de las moléculas aromáticas: el momento de vendimia (los aromas verdes y frescos en vendimias tempranas y más maduros en vendimias más tardías), el clima, el suelo, la zona de producción, etc. Dos racimos, de dos plantas iguales, vendimiados a la vez, olerán de forma distinta dependiendo de donde vengan.

Otros aromas son creados por las levaduras. Para abreviar y no hacerlo muy confuso, nos enseñan que la fermentación es un proceso en el cual las levaduras transforman el azúcar en alcohol y CO2. Sin embargo, es un proceso complejísimo, donde miles de sustancias se crean (algunas como sustancias puente, para acabar dando otros compuestos). Los aromas de flores y de frutas se crean durante la fermentación. Las levaduras pueden ser neutras, no aportan muchos aromas y solo liberan los propios de la variedad, o muy “creativas”, añadiendo aromas y sabores que no existían. Si oye alguna vez, “huele a levaduras artificiales”, quiere decir que los aromas del vino han sido producidos por levaduras seleccionadas por su capacidad de producir ciertos aromas. A los puristas de los vinos no les gusta nada de nada que un vino no huela a lo que tiene que oler. Se enfadan mucho.

Ya tenemos los vinos jóvenes. Los blancos huelen a manzana, a lima, a flores blancas. Los tintos a fresa y frambuesa, a arándano y mora, con un toque vegetal. Con mucha imaginación, puede recordar a un paseo por el bosque, en primavera, cuando todo parece recién puesto.

Los vinos pueden ser sometidos a procesos de envejecimiento para darles armas con que luchar contra el paso del tiempo. Suelen tener un paso más o menos prolongado por barrica y meses o años en botella. La barrica permite el paso de oxígeno, que ayuda a estabilizar el vino, y aporta sabores y aromas extraídos de la madera. Algunos recuerdan a pimienta, vainilla, caramelo… En muchos casos a hiervas aromáticas y a balsámicos que recuerdan al eucalipto. Un pellizco de especias.

En la botella, en ausencia de oxígeno (o muy escasa), las reacciones químicas son lentas. En los vinos más viejos, los aromas se transforman y recuerdan a cuero, tabaco, caza (recuerda a un faisán desplumado). En los mejores casos sentimos trufa y tinta china.

A veces, al abrir una botella, nos sorprende un olor desagradable (a pedo, con perdón). Se llama aroma de reducción, y se elimina oxigenando el vino (haciéndolo girar con rapidez en la copa). Por cierto, al girar el vino en la copa precipitamos las reacciones de oxidación, ayudando al vino a expresarse, al evaporar con más agilidad las moléculas aromáticas.

La formación de un olor es algo complejo e impredecible. Un aroma que nos parece agradable en baja concentración es inaguantable si aumentamos mucho su cantidad. La suma de dos aromas buenos no da necesariamente uno mucho mejor y puede que incluso sea molesto. Y si juntamos sustancias aromáticas cambian tanto que es imposible predecir el resultado. En realidad, nunca sabemos que nos vamos a encontrar.

Los aromas no aparecen todos a la vez, sino de forma secuencial, unos detrás de otros. Las moléculas más pesadas pasan al aire con más rapidez que las más pequeñas (les cuesta más escapar). Así que unos y otros se suman y restan.

El lenguaje de la cata intenta hacer comprensible la complejidad inherente a poner nombre a lo inaprehensible. Utiliza metáforas, busca comparaciones y establece referentes para describir el complejo mundo de las sensaciones. La habilidad y la destreza solo se consiguen entrenando mucho. Aprender a catar implica necesariamente un trabajo constante, (básicamente consiste en probar todo lo que se pueda y quepa dentro de una copa). Si quiere mejorar, empiece de inmediato.

Bebiendo piedras.

Es probable que entremos en terreno resbaladizo al intentar describir y definir el concepto de mineralidad en el vino. Por lo general, los estudiantes y los meros profanos nos miran con suspicacia (justificada) cuando, con cierta afectación, afirmamos que un vino es mineral. Rápidamente nos preguntan, ¿qué es la mineralidad? Y la verdad, la mayoría de nosotros no sabemos que responder.

De hecho, todos nosotros fuimos principiantes, y preguntábamos a nuestros maestros la misma pregunta, para obtener siempre respuestas poco claras. En realidad, es lícito preguntarse, ¿existe la mineralidad en el vino?

En el año 2015 Excell Ibérica y AutlookWine, dos prestigiosas escuelas de vino españolas, abanderaron un estudio pionero sobre el tema de la mineralidad. Crearon dos grupos compuestos por expertos catadores, enólogos y profesionales, en dos ciudades diferentes. Eligieron 17 vinos blancos y tintos, de diferentes regiones del mundo y de diferentes añadas, conocidos por su fama mediática de vinos “minerales”. El mismo día los componentes de los dos grupos cataron los mismos vinos, a ciegas. Posteriormente se analizaron los vinos en un laboratorio para saber que componentes compartían los vinos encontrados por los catadores como minerales.

Los resultados, como no podía ser de otra forma, dejaron alguna luz y muchas sombras (o a lo mejor no son sombras y es solo que a algunos no nos gustaron las conclusiones). Una de las certezas fue que sí existía algo identificable por todos los catadores como “mineralidad”. Los resultados de los dos grupos eran consistentes. Por lo tanto, un vino se puede definir como mineral. Otra cosa es la procedencia de esa cualidad.

La imaginación poética nos lleva rápidamente a establecer una relación entre el suelo y la sensación mineral. Suponemos que un suelo de granito puede dar al vino un gusto a granito (si es que el granito sabe a algo) y la pizarra un aroma a pizarra (si es que la pizarra huele a algo). Obviamente, no es así.

Es cierto que el tipo de suelo es decisivo para el vino final por muchas causas; la diferente capacidad de almacenar o drenar el agua; distinto color de sus conpomentes (en los más claros la uva madura mejor al reflejar la luz del sol); la cantidad de nutrientes (son mejores los terrenos pobres que los más fértiles de valle); su composición, etc. Sin embargo, el estudio apuntaba en otra dirección. Los resultados dejaban bastante claro la relación entre la sensación mineral y el añadido de sulfitos (esos que vienen en la etiqueta). La degradación de los sulfitos aportaba una sensación por muchos descrita como mineralidad. Pueden ustedes imaginarse la decepción de unos y la fiera incredulidad de otros. La sensación más placentera y de más calidad del vino en realidad es añadida (la mayoría de los componentes de mi equipo de cata me van a dejar de hablar cuando lean esto).

Más allá de donde venga la sensación, lo cierto es que existe. Llega el momento de describirlo. Antes hemos afirmado que las piedras ni huelen ni saben, ¿es eso cierto? Pongámoslo en duda. Si por desdicha han pasado un tiempo bebiendo agua mineral (por prescripción médica), habrán notado que todas las aguas no saben igual. La diferencia está en los minerales disueltos, que sí dan sabor. También huelen diferente, aunque la diferencia es bastante más sutil. Y aportan una sensación de textura en la boca.

Este verano, un amigo, dueño de un restaurante con una Estrella Michelín, me invitó a ser sumiller en su local por una noche. Me encantó la idea y le pregunté: ¿con quién tengo que hablar para hacer una pequeña prueba, contigo o con tu mujer (ella es la cocinera)? Me respondió muy rápido que con él. Lo primero fue buscar unas buenas piedras de río (limpias y redondeadas, sin aristas). Uno de los platos lo acompañamos con vino blanco calificado de mineral. Al lado del plato estaba la piedra. Probamos el plato. Luego el plato con el vino y vimos que pasaba. Finalmente hicimos chupar la piedra a los comensales y luego probar el plato. Para sorpresa de todos, el sabor del plato cambiaba después de haber chupado la piedra. También cambiaba el sabor del vino. No sé a ciencia cierta cuál es la causa del cambio. Es probable que la textura dura de la piedra active perceptores sensitivos que provocan una sensación táctil diferente en la siguiente comida y bebida. O puede haber una relación con un aumento de la salivación (a más saliva más rápido se disuelven los sabores y la percepción aumenta; es lo que ocurre cuando añadimos sal). Es indiscutible que el cambio era real.

En definitiva, la mineralidad existe y es perceptible por nuestros sensores, aunque todavía nos quede a nosotros, los que vivimos de contar historias sobre vino, un largo camino para hacer comprensible a quien nos lee y nos escucha qué es y cómo la percibimos. Seguiré intentándolo mientras ustedes sigan ahí.

TERROARISTAS